Muchas cosas disfruto de ser provinciano pero también de algunas me avergüenzo: jamás en mi vida he pisado la lagunilla y conocí apenas hace diez años el maloliente callejón de Balderas que tan buenos libros me ha dado. Las excursiones infantiles al extinto distrito federal me paseaban por el papalote museo del niño, por el museo de Antropología e historia, por el castillo de Chapultepec y algún bien intencionado me presentó Coyoacán. Cerca de Coyoacán conocí aquella monumental librería Gandhi en la que pasaba horas eligiendo títulos que invariablemente alguien pagaba por mi. Un gasto de unos mil pesos me proveía apenas de unos tres o cuatro títulos pero quiso la providencia (soy poblano, excúseme los tintes religiosos) que supiera de oídas de una callejuela que se encontraba en Balderas y que vendía libros a mitad de precio y si uno era avispado se llevaba unos diez libros leídos por los mismos mil pesitos. Con el descubrimiento de dicho centro cultural con olor a orines llegó un conocimiento mayor: el de los simpáticos libreros y sus librerías.
Los libreros de viejo tienen un aire despreocupado que les hace posible tasar algunos de sus tesoros en el mismo precio en el que me venden un Vocho; tienen además una peculiar relación con los gatos: los aman. Así que cuando me aventure por Donceles la primera vez regresé cargado de libros leídos y suficientes pelos de gato. Craso error el creer que lo había visto todo, jamás imaginé que además de Donceles, la Roma estuviera plagada de tantos rincones librescos; baste con avanzar por Álvaro Obregón para detenerme por más de cuatro horas a husmear, a olisquear, a pasar páginas amarillentas y polvosas. Un dios benigno me condujo por calles llenas de millenials y Godínez hasta dar con dos bendiciones: el mercado de Medellín donde uno puede degustar una “comida corrida” a precio medianamente bueno y una pequeña librería ubicada en Bajío que me ha permitido comprar a Malcolm Lowry en cuarenta pesos.
Si me dieran a elegir me quedo con los vendedores de chácharas y no con los libreros; los primeros venden por vender y poco saben lo que venden, se les encuentra en tianguis de pulgas que abundan en Puebla y en Morelos ( por cierto encontré los domingos uno bellísimo en Xoxocotla, población autóctona cercana a Tequesquitengo) y así me hice con las obras de Lacan y Freud a un precio de risa, recuerdo haber pagado más por tres tacos de barbacoa y un agua de coco. Traigo a feliz memoria aquel capitulo con que comienza la segunda parte de “El Quijote de la Mancha” en que un buen andariego compra por medio real todos los cartapacios que contaban la culminación de la batalla que el buen Quijano y Sancho sostuvieron con los molinos de viento. En cambio los adustos libreros, sobre todo los entrados en carnes y en canas saben perfectamente lo que vale una primera edición, saben cuándo se dejó de editar tal o cuál libro, conocen a detalle el tiraje de una obra, se contactan entre ellos para tener idea del precio en el mercado libresco; son unos pillos a los que amo.
De estos libreros los hay que además del libro te venden la experiencia de la búsqueda, ponen sus librerías repletas de cosas antiguas, los pasillos son estrechos, los anaqueles vetustos y uno tiene que cuidar de no derribar las torres de libros; experiencia cercana al “país de las maravillas” y deambula por sus excéntricas librerías cuidando de no pisar a los gatos (otra vez los gatos) Los libreros y las tías tienen una unión filial con los felinos. El caso es que te venden la experiencia de la búsqueda y con ello el Paradiso de Lezama Lima ya te va saliendo en cuatrocientos, pero no importa, les pago lo que sea con tal de oler sus librerías y sus libros. Larga vida al gremio de libreros, en breve nos veremos y volveré a acariciar a sus gatos.
J. Gilberto Bello Durán
Facebook: Gilberto Bello
gil_bello@hotmail.com

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