“Los libros no son para coleccionarse o para exhibirlos sobre un librero como si fueran trofeos de guerra; los libros son para leerse… y ni siquiera para eso. Los libros son una guía para aprender a vivir…” Así hablaba mi psicoanalista, llevaba ya catorce años en terapia y aún me dolía confesar, delante de él, algunas cosas, como el hecho de que me había vuelto adicto a comprar libros. Desde hace algunos años, adquirí la costumbre de buscar escritores poco conocidos, de esos que les llaman autores de culto. También sentía una extraña pasión por adquirir libros raros y, desde luego, nunca podía dejar pasar una primera edición. Recuerdo que aquel día, abandoné la terapia con un sentimiento de culpa tan grande como el que debió sentir Caín después de contemplar el cuerpo de su hermano tendido sobre la arena. Luego de meditarlo por un buen tiempo, pensé que lo mejor que podía hacer era deshacerme de mi biblioteca, así que, entré a mi departamento y comencé a seleccionar todas las novelas y los ejemplares que de sobra sabía que sólo eran un estorbo o un simple capricho. Tenía unos cuatro mil títulos. Después de una búsqueda meticulosa y extenuante terminé. Al día siguiente, con tres libros en la mano, producto de la meticulosa búsqueda, salí de mi casa rumbo al trabajo, pensaba vendérselos a algún aficionado a la lectura o incluso prefería regalarlos antes que mal venderlos en alguna librería de viejo. La tarde transcurrió con normalidad aún no hallaba a quién entregarle el bulto que anidaba en mi portafolio (debo reconocer que me dolía desprenderme de los libros), así que, decidí salir a comer. En ese momento sonó mi teléfono, era un buen amigo que me llamaba para ofrecerme una edición de Neruda que llevaba bastante tiempo buscando; comencé a temblar, las manos me sudaban, el corazón cabalgaba en mi pecho como si quisiera abandonarme y a pesar de la emoción opté por declinar la oferta y le dije a mi amigo de manera tajante que no compraría el libro, que había cambiado y que, por favor, a partir de ese momento dejara de buscarme. Me sorprendió la manera en la que había liquidado el asunto, tal vez la terapia, por fin, lograba tener un efecto contundente en mis decisiones. Regresé a la oficina, aún tenía varios pendientes que decidí dejar pendientes, pues necesitaba salir del trabajo con urgencia; quería respirar un poco de aire fresco. La tarde pasó sin mayores contratiempos y con la naturalidad de siempre, la verdad es que soy un tipo de lo más aburrido. Esa noche llegué a casa y me dirigí a mi librero para llenar los tres huecos que había en él. No sin antes haber pasado casi dos horas contemplando al nuevo miembro de la familia, era un hermoso libro de Neruda titulado Las uvas y el viento. Me parece que, de ahora en adelante, tendré que tratar otros conflictos en la terapia, aunque, pensándolo bien, creo que llegó el momento de cambiar de psicoanalista.
gabriel duarte
mayo xx-xx

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