La Obrera es una colonia popular de la Ciudad de México, en el corazón de la urbe, limitada por el Eje Central, la Calzada de Tlalpan y el Centro Histórico, ubicación privilegiada, pero desde la época colonial ha sido una zona brava e insegura, es más sencillo hallar a media noche una michelada y acompañarla con una alitas, que leche en polvo para un recién nacido, no se pensaría que podría haber tal cantidad de libros y de la calidad que hallamos.
Me marcaron para una cita en la Obrera, más de dos mil libros de Literatura, parecía inverosímil, pero me arriesgué, el domicilio estaba en la calle de Bolivar, se entraba por una fonda, me recibió un señor ya mayor, como de setenta años, pelo cano, pero aún se le notaba la fuerza que debió tener en su juventud, se percibía en sus rasgos cierta dureza, criado seguramente a la vieja usanza; donde el hombre no debe reflejar ningún atisbo de debilidad, jamás llorar, además de ser el proveedor de la familia.
Cruzamos la fonda, donde preparaban el menú del día pues era temprano, entramos a la parte habitable de la casa, subimos por una estrecha escalera de caracol, seguía dudoso de que hubiera libros, entramos a otra parte de la casa, subimos por otra escalera y por fin llegamos a un cuarto cerrado con tres candados, creí que era una exageración, abrió, me invitó a pasar y ¡sorpresa! Vi una estancia de cuatro metros cuadrados, llena de libros apilados, no había libreros, estantes o cajas, simplemente los miles de ejemplares uno sobre otro, no me sorprendió la cantidad, lo que causó emoción en mí, fue el ver la colección completa de La Biblioteca de Babel, los treinta y tres títulos de la colección de lecturas fantásticas dirigida por Borges y editada por Siruela, en excelentes condiciones; a un costado todos los libros de la serie de El Ojo sin párpado, impecables, los cuarenta y nueve títulos aún con la sobrecubierta y al otro lado los coloridos volúmenes editados por Reino de Redonda, con eso basta para explicar el nivel de la biblioteca, a los compañeros libreros y bibliómanos les será difícil creerlo, pero por mi jefecita que así fue.
Fue un trato muy difícil, el viejo no cedía, deseaba obtener el triple de lo que normalmente hubieramos pagado por una biblioteca de esas características, obviamente no eran de él, pero los valoraba mucho, no sabía de los autores o de las colecciones que poseía, pero no iba a ceder, en el estira y afloja de la negociación, le pregunté de quien eran los libros y porqué los vendía, bajó la mirada, cambió su tono de voz y me lo contó.
Los libros eran de su hijo M*, fruto de su primer matrimonio, desde niño mostró sensibilidad y gusto por las artes y la cultura, de forma autodidacta aprendió cuatro idiomas, terminó sus estudios de posgrado en Europa, en el país radicaba en un departamento de la Condesa, colonia acomodada de la Ciudad de México, trabajaba como colaborador en revistas de divulgación científica, periódicos de tiraje nacional y era editor. No se llevaban bien, siempre tuvieron conflictos, pero unos meses atrás, M* se comunicó con su padre, lo invitó a cenar a su casa, al terminar caminaron por el Parque México, aprovechando la noche templada, platicaron de asuntos banales hasta que M* lo paró de pronto y con suma tranquilidad le confesó que era homosexual, que tenía pareja y se iba a casar, el señor explotó, le gritó que eso no era natural, se retiró vociferando: ¡pinche puto! ¡¿qué hice para merecer esto?!
Una semana después, el señor recibió la noticia de que su hijo se había suicidado, se colgó un viernes en su hogar y lo encontró hasta el lunes la señora de la limpieza, dejó una nota y su testamento, donde a su pareja le cedía el departamento y a su padre los libros, con la consigna de venderlos y utilizar el dinero para su vejez.
Después de escuchar la historia, cerramos el trato. Un par de semanas después me marcó el señor, tenía un par de cajas más, fui de inmediato, eran los libros eróticos de su hijo, pensaba quemarlos, pero prefirió venderlos como dejó dicho su hijo en la nota, ésta vez el trato fue sencillo, al pagarle y despedirme lo dejé sentado en una silla maltrecha, en medio de su casa de la Obrera, mirando al suelo, llorando y diciendo en voz baja ¡ojalá me perdone!

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